VICENZA
( o cuando el amor besa el horizonte)
por
MARÍA BAZ (Mª Jesús Santos)
En el
horizonte, clavado el cielo en la tierra, apenas sin dejarse ver, se va
deslizando la estrella.
Todas
las noches, desde lo alto de mi colina donde estaba situada mi casa de campo,
se podía divisar una estrella que al anochecer salía de la línea recta
divisoria como si de la propia de Oriente de tratara.
Ya de
niña me inquietaba descifrar el misterio que escondía ese horizonte que hacía
brotar de él algo tan bello. Caminaba y caminaba sin lograr alcanzarle, sin
embargo, mi ánimo no decaía, pues todos los días, con mi infantil deseo,
conquistaba un trozo de tierra en la que clavaba una pica con mi nombre escrito
en el extremo. De alguna manera intuía que al otro lado de la confusa franja de
colores encontraría la respuesta a una cadena de interrogantes que entonces
habitaban en mi mente.
Muy
cerca de “mi colina” se encuentra Santa Agata. La alameda de chopos que la
resguarda se me antoja como un pequeño bosque lleno de magia. Todo el jardín
rezuma aroma de sabia pero al acercarme a la casa su encanto desaparece y el
sonido prevalece al sentido del olfato.
El
viejo maestro se encuentra mejor. Hoy es más tarde que de costumbre. Tal vez
por eso no le encuentro en el jardín respirando el aire de este apacible
verano. Le oigo tocar el piano. María sale a recibirme con cara de alivio.
Entro
en la alcoba y el maestro aunque me ve, no se inmuta. Sigue con su “dormiró
sol, nel manto mio regal ....”. No quiero interrumpirle y me siento cerca de
él.
En
esta ocasión no me fijo en su interpretación que hace acompañar de un
metrónomo. Mi atención se detiene en su persona. Está realmente viejo. Su
vestimenta no ha variado en los últimos años. Para él no existe otro color que
el negro. Ya tiene poco cabello. La barba que cubre su rostro está
esmeradamente perfilada. Se ve que María Carrara le cuida bien. Me alegra
comprobar que todavía se mantiene erguido sobre el taburete del piano. Le
observo y me produce una inmensa ternura verle en su alcoba-estudio rodeado de
sus objetos personales. La mesa de trabajo apenas la utiliza ya; encima hay
varios manuscritos de partituras. No me atrevo a preguntar si se trata de algo
nuevo o de alguna composición que ha envejecido con él.
-
¡Qué equivocación la de suprimir el primer acto! – dijo.
Tenía razón María. Hoy el maestro se encuentra de muy
mal humor. Seguía con su “dormiró ...” y no dejaba de hablar de su tremenda
equivocación al mutilar una ópera tan bella. Era inútil contradecirle ya que
cuando su espíritu guerrero emergía, no permitía a nadie intervenir en su lucha. Para mí era suficiente estar a su
lado, pero mi silencio le enfurecía aun más. En realidad estaba molesto porque
esa tarde me había retrasado.
Conocí a mi querido amigo en uno de
mis paseos hacia el horizonte donde todavía me dirigía y todavía clavaba picas
con mi nombre escrito en el extremo.
Después de mi obligado reposo, me
levantaba al alba, antes que despertara el mundo para poder respirar el aire
fresco de la mañana rozándome la calma de los tempranos campos y el silencio
que otorga la naturaleza.
A pocos kilómetros se encontraba
Busseto que solía evitar pues no deseaba entrar en contacto con la
civilización. En aquellos días de principio de verano lo único que realmente
quería era fundirme con el paisaje que se me ofrecía sin resistencia y
descifrar mis incógnitas. Con ese propósito me dirigí a Vidalenzo. Me
preguntaba si todas las almas que allí reposaban podrían de alguna manera
transmitirme la sabiduría que necesitaba.
El cementerio era un remanso de paz.
Recorrí aquel lugar con máximo respeto y me senté unos instantes para descansar
y clavar mi pica en un recóndito rincón. –“cuando muera, no me importaría que
me enterrasen aquí”- musité. Alcé la vista y vi a un hombre de avanzada edad
depositar un ramo de flores en una de las tumbas. Después de unos minutos de lo
que parecía ser una oración, aquel hombre, con su acompañante, se encaminó
hacia mí. Al principio no le reconocí.
- Buono giorno, signorina.
- Buono giorno, signore.
El anciano cogió la pica, luego,
mirándome fijamente dijo: -“¡Así que eres Vicenza!-. Mantuve su mirada por unos
instantes y di un salto hacia atrás como si de repente hubiera visto un
fantasma.
-¡Santa Madonna!, maestro ¡No lo
puedo creer!
Durante todo el tiempo estuvimos
hablando de mis incógnitas y de mi afección pulmonar que hizo que interrumpiera
mi carrera de bailarina obligándome a guardar reposo en el campo.
Esa mañana regresamos juntos a Santa
Agata. A su lado el tiempo transcurría sin darme cuenta. Desde entonces, no
pasaba ni un solo día que dejara de ir a la villa. Algunas veces, mientras él
tocaba al piano alguna de sus operas yo
le acompañaba con mi voz.
-
Tu voz es hermosa, pero está sin educar, -decía- intentando
convencerme para que me dedicara al bel canto.
-
Maestro, no quiero que me eduquen la voz sino el alma.
-
¡La mia mamma!, ¿para qué quieres que te eduquen el alma?
-
Para encontrar el medio de averiguar lo que esconde el
horizonte, -respondí.
-
¡Ah Vicenza, el horizonte! Bendigo al cielo por haberte
encontrado a estas alturas de mi vida. ¡Tú eres mi horizonte!
Y seguía tocando para mí y yo
cantando para él. Mientras tanto, me hablaba de su querida Josephina y de las
veces que la despertaba a medianoche para que cantara y le diera su parecer
sobre lo que acababa de componer, o, de cuando enseñó a un papagayo llamado “loreto”
a cantar “La donna e movile”. Me hablaba de sus viejos amigos y de su familia.
De lo mucho que le gustaba pasear por el campo, leer y cazar. Empezó a recordar
su época revolucionaria en la que, a su manera, luchó por una Italia libre
componiendo “La batalla de Legnano” siguiendo en primera fila todos los
acontecimientos políticos. Me instaba a que luchara por lo que yo creía que era
justo y digno; luego, conversábamos sobre el horizonte. Cuando se enfadaba me
decía que no existía tal cosa, que eso era una invención mía, que lo que
realmente existía era el sendero, la lucha diaria de los hombres por sobrevivir
en este maldito mundo y que le dejara en paz con esos cuentos esotéricos ya que
le iba a volver loco. Pero cuando no estaba enfadado, cuando físicamente se
encontraba bien, veía a los seres humanos llenos de comprensión. Decía que este
mundo era un hermoso lugar para que el hombre pudiera crear cosas bellas con el
fin de que los demás pudieran disfrutar de ellas. Entonces era cuando no se cansaba
de decir que en la vida no hay un solo horizonte sino muchos, tantos como
ciclos o etapas tiene el ser humano y que al terminar uno de esos ciclos el
horizonte se te venía encima sin tú quererlo ni buscarlo; unas veces límpido y
despejado, otras, las más, amargo y tedioso, dependiendo de las experiencias
vividas sin que la franja de colores te diera la oportunidad de regresar para
reparar el desencanto sufrido. Pero a mí no me convencía demasiado ya que
seguía pensando que detrás del horizonte nada malo te podía suceder.
Hoy he vuelto a Santa Agata. Es
pronto. Diviso al maestro sentado en una silla de ruedas, cerca de las cuadras,
desde donde contempla sus caballos. Apenas me acerco a él cuando me pregunta si
sé montar. Mi negativa no se hace esperar. –“Deberías aprender. Es un buen
ejercicio”-; al responderle que ya era demasiado tarde, otra vez se enfada y me
dice que si él hubiera pensado así, nunca habría compuesto Otelo. -“Espero
seguir bailando cuando cumpla los setenta y tres años”- le reprocho
inmediatamente. No quiere saber nada de ballet. Pretende hacerme comprender que
estoy predestinada a ser una diva de bel canto ya que el destino nos unió en el
camino.
-
Maestro, es inútil. Cuando canto, mi voz va por un lado y mi
alma por otro, pero cuando bailo ...., cuando bailo, alma, pensamiento y cuerpo
vuelan al unísono.
-
¡Bobadas, bobadas!
Hacía un precioso día de verano. Nos
dirigimos a la alameda de chopos para que nadie nos molestara. El maestro quiso
dar un pequeño paseo ayudado de su bastón y mi hombro. La silla de ruedas quedó
bajo los árboles para que no le diera demasiado el sol. Mientras caminábamos,
el viejo astro se colaba entre el follaje jugando a sol y sombra con el rostro
de Verdi. Su conversación era muy beneficiosa para mí. Sus palabras, cuando
hablaba de sus experiencias personales, me enriquecían y reconfortaban, pero ya
estaba curada y debía reincorporarme al ballet. Giusseppe lo sabía si bien
esperaba que decidiera por mí misma el regreso a los escenarios. Nunca intentó
retenerme y yo retrasaba ese día porque me era muy difícil prescindir de su
compañía.
-
Vicenza, - decía -, te vas a ir de aquí sin haber conseguido
descifrar tu incógnita.
-
¿Usted ya lo averiguó?
El maestro se quitó el sombrero para atusar
su ralo cabello blanco, luego, ceremoniosamente, volvió a calzar su cabeza
mientras contestaba: -¿sabes quién es Violeta?
-¿Violeta? maestro, ¿su heroína de la
Traviata? –Verdi asintió con la cabeza. ¿Por qué me hace esa pregunta?
-
Violeta atravesó el horizonte cuando conoció a Alfredo.
-
¿Pretende decir que hasta que no conozca el amor no lograré
pasar al otro lado de la franja?
-
Lo que quiero decir es que logras alcanzar el horizonte
cuando tu vida tiene sentido y siempre el sentido de la vida lo da el amor.
Entonces pregunté si él atravesó el
horizonte con Josephina, a lo
que
me respondió que ella ya estaba al otro lado de la franja de colores cuando la conoció ya que ella era el amor.
Pasaban los días y yo tenía que irme
para reanudar mi vida artística. Mis pulmones se encontraban en perfecto estado
y mi cuerpo en disposición de girar por el aire.
-
Volveré después de las navidades, -le decía con la voz
entrecortada por la emoción.
-
Aquí estaré. No me moveré de Santa Agata esperando tu
regreso.
Salí del jardín con los ojos llenos
de lágrimas. Los chopos parecían llorar conmigo. Una ráfaga de viento hizo que
el suelo se poblara de hojas caídas de los árboles anunciando el final de aquel
verano.
Y pasó el otoño, y llegó el invierno
con su dura climatología. La navidad empezó a colarse en los hogares de esta
Italia que tanto amaba Verdi. Sus calles se vistieron de color de novia para
despedir las fiestas.
El día que regresé a Santa Agata era
triste y húmedo pero mi corazón daba saltos de alegría al verme de nuevo allí.
Volvería a invadirme de su sabiduría campesina.
Al atravesar el jardín comprendí que
mi viejo amigo no estaba en la casa. Marcello, el mozo de cuadra, me dio la noticia:
lo habían trasladado a Milán. Fui a su encuentro. Al llegar al hotel donde
estaba instalado, una gran multitud de gente se encontraba en el vestíbulo
esperando el último parte médico. Al entrar en su habitación vi al maestro
postrado en la cama con varias almohadas detrás de la cabeza que su hija le
había colocado para que pudiera estar más cómodo y respirar mejor. Muy bajito
me dijo que se estaba muriendo y que cuando traspasara la línea me haría señas
para comunicarme la serenidad y hermosura del otro lado, pero a mí ya no me
interesaba saber lo que hubiese detrás de ese maldito horizonte si mi bello
amigo tenía que morir para averiguarlo, además yo ya lo había alcanzado el día
que le conocí en Vidalenzo.
-“Mio picolo angelo” –dijo -¡Sabía
que volverías!
En una mañana fría del mes de enero,
el maestro fallecía. Mis más íntimos sentimientos se fueron con él. Su cuerpo
yacía inerte después de haberme entregado el más preciado tesoro: su amistad.
Hoy he vuelto a “mi colina”, su
ausencia cala los tejidos de mi piel pero no estoy triste. Miro el horizonte
donde se clava el cielo en la tierra y ya, por fin, no me pregunto qué es lo
que habrá detrás de la confusa franja de colores.
Abril
2013
HOMENAJE A VERDI EN EL AÑO DE SU
BICENTERARIO
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