MORIR CON
MOZART
por
María Baz (Mª Jesús Santos)
(Últimos Capítulos)
XIV
“...Se ha esfumado para
siempre/ el bello
sueño de amor./ ¡Huyó esa hora y muero
desesperado!/ ¡Y nunca había amado tanto
en la
vida!”
Puccini. Giacosa. Illica
(TOSCA)
Casi tenía en el
olvido el confort de los cafés vieneses. Su tranquilidad y su exquisita elegancia.
Entré en uno de ellos donde antes de la guerra tantas veces me había sentado a
desayunar, a leer relajada el periódico, o, simplemente a estar. Cómo me agrada
aquel ambiente de paz. Ahora, después de transcurrida la Segunda Guerra
Mundial, todo seguía igual, al menos para mí. Sus columnas continuaban
sosteniendo el vetusto café con gran dignidad y su espíritu se mantenía
intacto.
Como si no hubiera pasado
el tiempo, me senté en una de sus mesitas redondas para recordar el concierto
de Chopin y Mozart que por la tarde iba a interpretar en Das Haus des Musikers.
Todo estaba en orden. Me sentía feliz de haber abandonado EE.UU y de regresar a
Europa. Esta Europa que tanto había sufrido y que tanto había echado de menos
en América.
Miraba a través de los
cristales medio opacos del viejo café sintiéndome familiarizada con esta ciudad
que me pertenecía, o que yo pertenecía a ella, y, pasara lo que pasara, siempre
estaría ligada a sus gentes, a sus calles y a sus edificios.
Es curioso y gratificante
saber que en Viena la soledad no me abrumaba, por el contrario, la deseaba,
pues estuviera donde estuviese me sentía cómoda conmigo misma.
Antoine había tenido que
ir a Linz por cuestiones profesionales. Debía entrevistarse con un excéntrico
médico húngaro que le había encargado un lienzo de grandes dimensiones y tema
escabroso. Le pagaría muy bien, pero Antoine, fiel como siempre a sus
principios pictóricos, intentaría convencerle para que la temática del cuadro
fuera menos agresiva.
Todavía no le había dado
la noticia de mi embarazo. Por nada del mundo quería que eso le condicionara a
la hora de aceptar un trabajo si en conciencia estimara que no lo debía hacer.
Me gustaba que fuese libre y que se permitiera el lujo de rechazar encargos,
que por supuesto podían cubrirle de dinero pero también alejarle de lo que para
él significaba su pintura. La ética en nuestras profesiones se había convertido
en casi una obsesión. En eso no podíamos ceder un ápice pues nos hubiera hecho
infelices y hubiéramos perdido el norte del arte. El arte al servicio de los
demás, pero desde una postura estrictamente personal y fiel hacia el artista.
Éramos conscientes que
todo sujeto está sometido a una profunda transformación hasta alcanzar su
perfil definitivo, madurando intrínsecamente su ética con él. Lo lamentable es
que el hombre avanzara por un camino y su ética por otro; o simplemente que uno
de los dos se quedara estancado; o peor todavía. La carencia de tal concepto.
Eso no lo podíamos
permitir, pues inexorablemente nos hubiera llevado a la pérdida de nuestra
propia estima. Las tentaciones cada vez se nos ofrecían con mayor frecuencia,
pero no iba a ser yo quien le tentara ante una oferta tan sugerente, diciéndole
que estábamos esperando un hijo. Ya se lo comunicaría después de que él tomara
la decisión libremente, y ese momento sería al final del concierto en la Casa
del Músico del barón.
Por el barón von Braunmühl
sí que había pasado la guerra. Su mirada azul estaba apagada. Ya no tenía en
sus ojos ese brillo especial que iluminaba su rostro. La invasión de los nazis
en su querida Austria había dejado en él honda huella que no podía disimular.
La colección de sus instrumentos musicales, tras la ocupación alemana, quedó
sensiblemente mermada. Por suerte, pudo salvar los que más apreciaba: un
kleinepauke, un trianget, un fagott, un kontrafagott, una viola, un quinton, un
baryton, un violocenllobogen, un hammerflügel, una glastrarmonika y su serpent.
Todos éstos y algunos más, fueron los que tuvo tiempo de esconder en lugares
seguros, pero el resto fueron confiscados, viendo, día a día, con gran dolor,
cómo desaparecían. Con el mismo dolor que veía desaparecer amigos de toda la
vida, de origen judío.
También Das Haus des
Musikers quedó asolada tras la guerra. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para
volver a poner en funcionamiento su Casa del Músico. La apatía y desesperanza
le invadió de tal manera que se atrincheró en su mansión del Nordem. No quería
ver a nadie. Ya no montaba ni organizaba tertulias ni audiciones. Tampoco
volvió a tomar clases de música. Sólo esperaba resignado la muerte para
reunirse con Elizabeth.
Fue el propio Antoine quien
en un intento desesperado por hacerle salir de esa gran depresión se instaló
varios días en su casa mientras yo hacía los preparativos para regresar de
América con Esmeralda y madame Ravel. Poco a poco fue robándole su insoportable
inercia hasta hacerle reaccionar, no sin antes amenazarle con abandonar también
él todo y encerrarse juntos hasta que murieran los dos de inactividad. Al
principio, el barón no lo creía, pero cuando vio que no bromeaba, preguntó por
mí.
-
Ella también se está muriendo –contestó
Antoine-. Va a ser una
muerte en cadena. Realmente, a
nosotros tampoco nos interesa ya nada.
-
Dile que venga –dijo el barón-. Abriré la
Casa del Músico para
ella.
Madame Ravel no entendía
muy bien lo que estaba ocurriendo y dijo: - Queridos amigos. Sois una pareja
rarísima. Por mucho que os conozca no lograré entenderos, pero .... s’ill vous
plait. No cambiéis nunca.
Intentábamos no cambiar y reírnos
de todo lo mutable, aunque a veces era muy difícil no desviarnos de nuestro
camino.
Esmeralda seguía siendo mi
punto de referencia. El eslabón que me unía con mis padres. Sólo con ella podía recordarles. Cuando
nos poníamos a hablar de tiempos pasados, se nos echaba el tiempo encima sin
apenas darnos cuenta. Antoine nos escuchaba en silencio archivando en su mente
todos los datos que obtenía de nuestra conversación, y cuando repetíamos la
historia u omitíamos algún pasaje, él nos corregía; yo le miraba extrañada y
sonreía.
Das Haus des Musikers se
encontraba muy cerca de Schönnbrunn. El edificio era pequeño pero con la
grandilocuencia del barroco vienés. El estilo barroco que tanto se ha erigido
en esta singular ciudad, llamado así por la existencia de unas perlas
portuguesas de superficie irregular denominadas barruecas.
Su fachada rompía con los
cánones clásicos del renacimiento influenciado por el norte de Italia y
Alemania. En ella se podía ver toda la complicación de elementos
arquitectónicos de carácter teatral y representativo para impactar
intencionadamente el poder político y religioso en las conciencias humanas. De
frontones quebrados y partidos, movimiento del muro en fachada y plantas, las
torres estaban colocadas de forma asimétrica y los enmarcamientos de los vanos
con formas vegetales. Pertenecía a la familia del barón desde hacía dos siglos,
y cuando por fin pasó a sus manos, lo convirtió en la Casa del Músico.
La puerta principal, de
bronce, conducía a un enorme vestíbulo decorado con una excesiva ornamentación
de estucos sobredorados, poseyendo la cubierta una pintura ilusionista que
ampliaba el espacio hacia el infinito fingiendo una dimensión inexistente.
En el último piso se
encontraba la cafetería con paredes forradas de madera y mesas a modo de
reservados protegidas por mamparas de cristal con la efigie de diferentes
músicos grabada en cada una de ellas: Mozart, Bach, Beethoven, Schubert ... Los
días que no había conciertos también estaba abierta al público. Allí se reunían
los intelectuales de Viena, organizándose grandes tertulias y cerrándose, a
veces, importantes contratos musicales. Siempre una música de Strauss
ambientaba el murmullo tranquilo de los clientes.
El barón nos invitó a
comer a madame Ravel, a Esmeralda y a mí en el reservado Mozart; luego bajamos
al camerino para descansar y hacer ejercicio de dedos en un piano vertical.
-
Esmeralda, necesito una taza de café. Llama
a la cafetería para
que bajen una jarra bien cargada,
por favor.
Seguí haciendo dedos. Las
luces de la Casa del Músico empezaron a iluminar la fachada y la gente a entrar
en el vestíbulo.
Trajeron el café.
Esmeralda, - siempre en silencio – se dispuso a servirnos a madame Ravel y a
mí.
-
Marion, ¿no estará nerviosa a estas
alturas? –dijo madame.
-
¡Oh! El día que no esté nerviosa antes de
dar un concierto....
estaré acabada para siempre.
-
¿Se acuerda de París?
-
¿París, madame? –dije mientras me peinaba
Esmeralda
-
Oui. Su primer concierto en París.
-
¡Oh, sí!
Era una inconsciente. Es cierto. No estaba nerviosa
porque no sabía realmente lo que
significaba la responsabilidad del éxito
y el miedo a defraudar al público.
-
Señorita –dijo Esmeralda- Si no se está
quieta, no podré hacerle
la trenza.
-
Perdona, Esmeraldita. ¿Por qué me recuerda
ahora París,
madame?
-
Porque me ha venido a la memoria. En
aquella ocasión iba
peinada igual que ahora.
-
¿Qué hora es? –pregunté.
-
Faltan diez minutos para las siete.
-
Antoine ya debería estar aquí. No me
gustaría empezar sin él.
-
No se preocupe señorita Marion. Bajaré a
preguntar si ha
llegado.
Esmeralda se cruzó en la
puerta con el barón.
-
Barón, ¿ha visto a Antoine? Ya debería
haber venido.
-
No, no le he visto; pero no te preocupes,
llegará a tiempo.
-
Bueno, menos mal que tocaré a Mozart en la
segunda parte.
-
Sí, mujer. Llegará a tiempo para Mozart
–contestó el barón
sonriendo.
Bajé al escenario y
todas las luces de la sala se encendieron para recibirme. El público también me
acogió con un caluroso aplauso. Miré hacia el palco del barón, situado en el
primer piso, con intención de ver a Antoine, pero no estaba; solo vi a
Esmeralda y a madame Ravel. El barón se encontraba entre bastidores, en un
lateral del escenario, haciendo un ademán con sus manos para tranquilizarme.
La primera parte del
recital sería Chopin. El poeta del piano, como muchos le llamaban. Quise hacer
un recorrido de su estancia en España. Concretamente en Palma de Mallorca. Lo
que significó para él vivir en la isla. La primera impresión al llegar a
Valdemosa: “El cielo es turquesa, el mar
azul, las montañas de esmeralda y el aire paradisiaco...” Sin duda era el
comienzo y se encontraba esperanzado, pero con el paso del tiempo, La Cartuja y
su amor por George Sand le convertirían en prisionero de su propia alma y de su
cuerpo enfermizo. Interpreté una de las Baladas que compuso en mi país: “Balada
en Fa Mayor”. La música de Chopin es básicamente pianística. Otros compositores
componían directamente en el pentagrama o partiendo de una idea preconcebida.
Chopin necesitaba tener el piano delante por eso, durante su estancia en La
Cartuja escribió a su amigo Camille Pleyel para que le enviara uno, y cuando se
encerraba a solas con él, de sus notas brotaba una de las músicas más
románticas que jamás se haya escuchado. Su innovación en la manera de tocar
revolucionó su época. Utilizaba el piano como laboratorio de sonoridad,
imaginación, sensibilidad y búsqueda de nuevos conceptos de digitación y ritmo.
Pero sobre todo, en sus composiciones breves, fue un gran maestro, era como si
quisiera volcar en un solo instante el ímpetu que su espíritu lánguido y
maltratado por la enfermedad le hacía sentir.
Todo lo que pensaba de
Chopin. Cómo me lo imaginaba en Valdemosa y lo que pudo sufrir y percibir al
componer los pequeños preludios que interpreté para finalizar la primera parte
del concierto, se encontraba escrito de mi puño y letra, en varios idiomas, en
los programas de mano. Con Mozart hice lo mismo. Según lo que tocase. Según la
época en que compusiera su música, su sentimiento cambiaba y así se lo hacía
saber al público.
Al finalizar el último
preludio de Chopin, creí por un momento que la sala se venía abajo por el
aplauso de mis incondicionales. Yo no podía sentirme más feliz.
En el descanso. Lo
primero que hice fue preguntar por Antoine.
-
No ha llegado, Marion. Por lo visto su
encuentro con el doctor
ha debido ser más largo de lo que
suponíamos.
-
No es posible, barón. Antoine no se
perdería mi debut en su
casa por nada del mundo. A no ser
que le haya pasado algo.
-
Pero, ¡qué cosas dices! Haz el favor de
tranquilizarte.
Sí, debía
tranquilizarme, pero no podía porque iba a empezar la
segunda parte y me daba una inmensa
pena que Antoine no asistiera. Nos había ayudado a madame Ravel y a mí a
preparar minuciosamente el programa de Mozart; algo importante o insalvable
debía haberle ocurrido para que no pudiera estar conmigo.
-
Esmeralda. Apunta este teléfono. Llama
inmediatamente a Linz,
a casa del doctor Miklós Csollany, y
pregunta por Antoine.
Esmeralda, con expresión
triste, se fue rauda a hacer mi encargo; yo tenía que volver a la sala. Todos
estábamos expectantes cuando vi aparecer por el pasillo que conducía a la
puerta de artistas a Mr. Cabot. Madame Ravel sabía que se encontraba entre el
público, pero no quiso decirme nada.
-
Mr. Cabot. ¡Qué sorpresa! Usted en Viena
–le dije.
-
Ma chèrie. Has estado espléndida. Cómo iba
a perderme tu
debut en Das Haus des Musikers, y
sobre todo en tan lamentables circunstancias.
-
Roberto, ¿no te importa acompañarme?
–interrumpió madame
Ravel.
-
¿Qué circunstancias? –dije en tono altivo.
-
Roberto, s’il vous plait. Marion tiene que
volver a salir.
¡Acompáñame! –seguía insistiendo
madame.
-
¡Espere un momento, madame! ¿Qué está
ocurriendo aquí?
Todos se miraron y ninguno se decidía a hablar.
-
Barón. Si no me dice lo que ocurre .....
El barón con la voz entrecortada, dijo: -Marion,
querida, Antoine....
-
¿Qué le ha ocurrido? ¡Dígamelo! –Alcé tanto
la voz que
madame Ravel no tuvo más remedio que
contestar:
-
Mariona. Antoine ha tenido un accidente de
coche y ha fallecido
en el acto.
En ese instante sentí
que me desangraba por dentro. Tapé mi rostro con las manos horrorizada por la
noticia; luego las llevé a mi vientre: “¡Oh no. No puede ser!”
-
Señorita Marion. Debe salir. El público la
está esperando –decía
el regidor ignorando lo que ocurría.
-
Marion. Suspenderé el concierto –dijo el
barón.
Al momento llegó
Esmeralda y dijo: “¿Ya lo sabe?”. Todos
asintieron con las cabeza mientras
dirigían sus miradas hacia Mr. Cabot quien debió sentirse muy satisfecho de
haberse, por fin, vengado de mí.
-
Lo sabíais todos, ¿no es cierto?. ¿Cuándo
os habéis enterado?
¿mientras comíamos?, o tal vez usted
barón, cuando me dijo que llegaría a tiempo para Mozart. Precisamente usted.
-
No Marion. Nos hemos enterado casi al final
de la primera parte.
Permíteme suspenderlo.
-
¡Déjeme en paz, barón! ¡Que nadie me toque!.
Volví a salir para
completar mi segunda parte con Mozart. No
veía nada. Como una autómata me
senté delante del piano. Tenía que empezar con la Fantasía en Re menor que
toqué en la mansión del barón cuando le conocí. Por mi mente pasaron, como una
película, escenas de mi vida con Antoine. Mis manos empezaron a temblar. El
público se miraba extrañado preguntándose qué podía estar ocurriendo. Madame
Ravel salió al escenario para dirigirse al piano y ponerme en el atril la
partitura. Empecé otra vez pero mis dedos no respondían. Sentí odio hacia el
compositor salzburgués. Olía a muerte. Mis ojos solo veían su nombre en la
partitura nublándome la vista hasta confundir las letras de “MOZART” con
“MORTAL”. Me levanté del asiento. Quise
acercarme al público para disculparme pero apenas podía articular palabra. Mi
vista volvió a nublarse. Ahora solo veía la Pestsäule (columna de la peste) esa
pandemia que invadió el país diezmando a sus habitantes. Veía esas columnas
doradas erigidas en honor de los supervivientes. Veía a Brahms languideciendo
con su música romántica disputándose con Anton Brucker un ángulo de la torre y
arbitrando entre ellos Wagner. También se encontraban Alexander Zemliski, Josef
Hellmesberger y von Suppé. Schönberg abandonando a sus compatriotas judíos para
integrarse en la torre con los demás: “No me menosprecie usted la magnitud del
círculo que está formado a mi alrededor. Crecerá por el ansia de saber de una
juventud idealista, que se siente más atraída por lo misterioso que por lo
cotidiano “ (sic) y no podía faltar Mahler, junto a su fría y calculadora Alma,
queriendo alcanzar la cúspide de la torre que había conquistado Mozart.
El semblante de los
espectadores se convirtieron en espectros de rostros deformes y demacrados por
la peste. Luego ..... caí desvanecida.
Alguien solicitó un
médico en la sala. Me llevaron al primer piso para tumbarme en un sofá y poderme
reanimar. Los médicos aconsejaron que me ingresaran en un hospital ya que
sufría un ataque severo de hipoglucemia y había que controlar mi embarazo.
-
¿Embarazo? ¿Qué embarazo? –preguntó
Esmeralda.
-
¿No lo saben? –dijo el doctor, -esta señora
está embarazada y
necesita mucho reposo.
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Mañana volveré a Viena. No sólo siento la inquietud del viaje sino el
pesar de dejarte sola tantos días en casa. Sé que ya eres una mujer y que harás
buen uso de tu libertad pero no puedo menos de preocuparme por ti. Es la
primera vez que nos vamos a separar. Desearía con toda el alma que me
acompañaras o que Esmeralda se quedase aquí. Las cosas no suelen salir como una
quiere.
Mañana dejaré en
libertad a todos los fantasmas que durante años han habitado en mi ser. Dejaré
que salgan de mi y mueran ahogados en las aguas del Danubio y del Salzach.
Volveré a creer en la inmortalidad de lo que no se ve y quedará eternamente. Mi
ansiedad se torna en melancolía al saberme otra vez viva y libre del susurro de
las pasiones que me acechaban noche y día. Volveré a amar para vivir en la
memoria de mis amigos y guardar sus recuerdos hasta la muerte.
Saldré pletórica e
inerme del letargo enmudecido de mi existencia y como una proscrita,
tímidamente, entraré en el mundo de los vivos.
He tardado mucho en
tomar la decisión de si realizar o no este viaje. Esta duda ha estado en mi
pensamiento desde que recibí la invitación para asistir al certamen. No es un
viaje fácil. Para mí, el hecho de ir a Viena no significa ir, sino volver.
Volver a dónde. Volver a qué. Soy consciente de lo que implica el haber optado
por ir. Será como nacer y morir sin que haya habido una vida en medio. Será tan
corta esta travesía, este paso de la nada al todo, del todo a la nada, que me
causa y me produce una sensación de miedo inimaginable. Y si siento miedo no es
por cobardía de querer o no hacerlo. Eso está decidido y, por lo tanto, ha
dejado de producirme angustia. Lo que me aterra es fracasar de nuevo. ¿Podré,
realmente, matar mis viejos fantasmas? ¿Podré reencontrarme con Mozart y, en
consecuencia, abrazar de nuevo todo lo que para mí significa “la música”? Si así lo hiciera, si ahora que me encuentro
en la antesala del final, por fin pudiera romper las cadenas que me ataron al
pasado. Si pudiera secar las lágrimas y ver de nuevo el sol y sentir el
resplandor de todo lo que durante años conservé en la oscuridad. Si pudiera caminar
de nuevo libremente y codo con codo al son de esa Fantasía. Si todo esto va a
suceder, ¿cómo voy a sentirme? Tengo miedo de que el vacío de tantos años
perdidos me abrume. Miedo de haber malgastado mi vida, quizá mi talento, el
único que debí cultivar y no hice, mientras dejaba que la amargura y el
silencio se apoderaran de mi existencia. Miedo de sentir el peso de mi
injusticia. Miedo. Mañana volveré a Viena.
XV
“ ...¡Sí, eres tú.
Te amo! / Mis cadenas,
la misma
muerte/ Ya no me dan miedo./
Tú me has vuelto a
encontrar./ ¡Ya estoy
Salvada!/ ¡Eres
tú! / ¡Descanso en tu
corazón!”
Gounod. Barbier. Carré
(FAUSTO)
La historia antigua de
Austria se me antoja similar a mi vida. Su gran imperio austro-húngaro fue
cercenándose hasta verse reducido en un solo país con su capital: Viena. Mi
imperio fue también vasto. Extendí mis dominios hasta llegar a los más
recónditos sentimientos de las personas que me amaron. Llegué a “poseer las
almas” de los que se emocionaban con mi música, pero también, como Austria, fui
perdiendo territorios, quedándome conmigo misma. Y es ahora cuando me doy
cuenta de que lo más importante y difícil no es conquistar tierras y coronas;
lo verdaderamente esencial es conquistarse uno mismo. Dominar el propio
instinto por medio de la razón es una de las tareas más arduas del ser humano.
Cómo no volver a Viena, cuna del
pensamiento filosófico y de la música. “Laboratorio de la Apocalipsis”, como
diría Karl Kraus. Cómo no volver yo, espíritu apocalíptico, tantos años
litigando una lucha interna para lograr reconciliar mi mundo emocional. Tantas
emociones aferradas en profundas raíces a un cuerpo débil pero en constante
ebullición.
Ahora vuelvo a ver los
campos nevados de Austria y despiertan mi alma adormecida por el tiempo y por
la voluntad del olvido. Rememoro sus valles vestidos de blanco y sus casas
perdidas entre pinos y abetos.
Es invierno y el clima
se refleja en el rostro de los habitantes ataviados con abrigos bávaros, gorros
y bufandas. Mi memoria también empieza a despertar ayudada por estos
maravillosos austriacos que tanto me recuerdan a Mozart.
Vuelvo a Salzburgo y
paso por Linz. El tren se detiene unos minutos en la estación; Esmeralda me
dirige una mirada enternecedora y yo acaricio su mano para decirle: “Todo está
en orden”. Todo vuelve a estar en su sitio. Ya he dejado de luchar contra mi
destino y vuelvo a encontrarme con los dos. No sé si al final mi corazón
resistirá, en cualquier caso no me importaría morir en este país. Sería, por
otro lado, natural que mis días acabaran donde realmente empezaron.
La noticia de mi llegada
ha tenido eco en todos los periódicos locales. Este certamen es un gran evento
musical. Muchos de los aspirantes llevan tres años preparándose para conseguir
el primer puesto.
Salzburgo siempre me ha
parecido el lugar encantado de un cuento de hadas, y esta vez no fue distinto.
Hacía tiempo que no oía
repicar las campanas en sus viejos campanarios. ¡Qué agradable es el tañer
metálico de una campana alzándose sobre nuestras cabezas! Hay costumbres que no
deberían perderse nunca, costumbres y oficios como el de campanero. Ya quedan
pocos lugares en los que su lenguaje perdure a través de los tiempos. Ese
idioma universal que nos llega a todos cuando avisa que va a ocurrir un
acontecimiento: un bautizo, un funeral o simplemente el despertar de un nuevo
día. Salzburgo es uno de ellos. El
Palacio de la Sal.
Hoy sus fuentes se
encuentran cubiertas para protegerlas de las bajas temperaturas y la nieve
adorna los grandes palacios e iglesias con los que la jerarquía eclesiástica
enriqueció esta ciudad.
Estoy fatigada. El Hotel
Österreichscher Hof me espera en la ribera del río Salzach. Ni siquiera esta
confortable residencia se salvó de tener su propia historia. Sus paredes han
visto hospedarse en los primeros años de su existencia a todo tipo de artistas
y aristócratas, hasta que estalló la guerra; el Ministerio de Asuntos Exteriores
Germano lo ocupó para albergar a sus políticos y diplomáticos. Más tarde fueron
los americanos los inquilinos del Österreichscher Hof. Cuando Austria pudo
recuperar su independencia, el hotel recuperó también la suya volviendo a ser
civil y convirtiéndose en el centro neurálgico y social de encuentros. Me asomo
a la ventana y puedo divisar cómo el Salzach fracciona a Salzburgo en dos
mitades. En sus puentes se acumula la nieve como en el resto de las calles. Los
grajos, que con los primeros copos visitan este país, se pasean libremente
picoteando semillas de frutos silvestres caídos de la mano de una anciana, como
si fuera el maná.
Lo primero que hice
antes de reunirme con mis colegas de jurado, fue ir a tu encuentro. Hubiera
preferido estar sola pero Esmeralda no lo consintió.
Había amanecido un día
despejado; el cielo expedito de nubes, cubría como un sombrero azul toda la
ciudad. En lo alto de la colina seguía erigiéndose la fortaleza Hohensalzburg, haciendo
de centinela vigilante.
Mozart, vuelvo a ti. Sé
que han pasado muchos años y que mi corazón está viejo y cansado pero no me
gustaría irme del todo sin antes haberme reconciliado contigo. Morimos juntos
al morir Antoine. Yo te maté en mí. Ahora quiero renacer en ti porque de esta
manera me reconciliaré con el mundo, ese mundo que tanto desprecié por tu
culpa.
Si tu no hubieras nacido
.... Si no hubieras nacido todo hubiera sido diferente. Antoine y yo no nos
hubiéramos conocido. No nos hubiéramos amado, y tal vez, yo no hubiera sido
pianista ya que la música hubiera sufrido un oscuro vacío que nada ni nadie
hubiera podido llenar; y yo, sé que yo hubiera estado insatisfecha de lo que
interpretaba pues hubiera necesitado siempre “algo más”, ese “más” que tu
colmas con tus Sonatas.
Si no hubieras
nacido...., pero quién puede decir que naciste ¿Los que te conocieron? ¿Los que
te amaron? ¿Quién eres en realidad? ¿Quién fuiste? Nadie conoció tu interior y
sin embargo, los que te amamos te sentimos de diferente manera y te adaptamos a
nosotros mismos.
Todos coincidimos en tu
genialidad, en tu perfección musical pero la verdad de ti no la conoce nadie.
Tu personalidad está rodeada de incógnitas, secretos e incertidumbres. Tal vez fue por eso por lo que Antoine y yo te dimos
cabida en nuestras vidas.
Te cansaste de vivir
pronto. Tú siempre con la idea de la muerte a cuestas. La tenías presente en
cada instante de tu vida “.... como la
muerte, en definitiva, es la meta
final de la vida, desde hace algunos años me he familiarizado tanto con esta
verdadera y perfecta amiga del hombre, que su imagen, para mí, no solo no tiene
nada de terrible, sino que realmente es muy mitigadora y consoladora. No me
acuesto nunca sin pensar que quizá mañana ya no esté aquí”. Te retiraste dejando tu música para que otros la
interpretaran por ti. Te hartaste de arzobispos, príncipes y reyes. Hubieras
preferido no haber tenido que hacer antesala en palacios y no toparte con el
poder intransigente, ciego e inculto para dar salida a una música compuesta en
el cielo. Te agotó la cerrazón de los que osaban juzgar tu trabajo. Te agotó
Salzburgo y dijiste: “....me voy”. Tal vez en tu interior hubieras querido
dedicar tu música a esa capa social, a esos ciudadanos que nada tenían que ver
con la parafernalia ni el boato de la Iglesia, que te obligaba a trabajar como
si fueras un funcionario ¿Qué pensabas entonces? ¿Qué te impedía dormir?, acaso
no poder pagar el alquiler de la casa ....
Ahora se me revela que
el misionero de la música en mi sueño eras tú. Dirigías a tus profesores con
gesto orante una música nueva y tan perfecta que ésta sí que nadie la podría
interpretar. El escenario eran tus verdes colinas austriacas y la barba el
símbolo de mi amor por Antoine.
Ahora vuelvo a mirarte
de frente como el que no tiene nada que ocultar. Aquí naciste. En esta estancia
tocabas este pequeño clavecín y me sorprende que mi corazón resista tu vuelta,
la mía, nuestro encuentro. De mis ojos vuelven a brotar lágrimas. Hacía mucho
tiempo que su fuente se había secado. Sus cuencas están ahora anegadas de agua limpia,
son lágrimas de emoción, no de dolor, no de resquemor. Te siento profundamente
en mi alma. Volvemos a estar juntos otra vez los tres.
Voy al Mozarteum y antes
de saludar a mis colegas, me siento delante de un piano. Acaricio sus teclas y
pruebo el sonido. Comienzo donde lo dejé. Tu Fantasía la resisto perfectamente.
Tu música vuelve a llenar mi vida. No me duele. No me hiere. Sé que Antoine me
está mirando desde arriba y me sonríe. “SOLO LA MÚSICA ME DEVOLVERÁ A MI
AMADO”. “Solo Mozart nos hará renacer”.
Entonces recuerdo al
barón von Braunmühl, con su vieja gorra escocesa y su nevado bigote, diciéndome
que Mozart debió pensar en mí al componer su música. ¡Pobre barón!. Ya estará
donde hacía tiempo quería ir, al lado de Elizabeth. Recuerdo a mi hija
Madeleine. Ésta es la única espina que me queda clavada en mi débil corazón.
Cuando pienso en ella, mi herida se abre sin que apenas esas lágrimas la puedan
lavar hasta llegar cicatrizarla. Nunca cicatrizará mi comportamiento con ella.
Esa culpa irá conmigo hasta mi tumba. Tal vez, cuando pase al otro lado de la
vida y la encuentre, su perdón me envuelva como en una nube blanca y haga de mí
un corazón nuevo y generoso porque el perdón transforma la vida y las almas de
quien lo recibe.
Evoco también la memoria
de mis padres, dos seres extraordinarios. A Antoine no le puedo recordar porque
está conmigo. Vive en mí constantemente. Sigo con tu Fantasía y por fin mis
fantasmas van saliendo uno por uno de mi cuerpo. Es como si tu música me
exortizara; ya estoy acabando y no me encuentro cansada, seguiría
interpretándote hasta el final de los tiempos. Estoy sedienta de tus notas, de
tus silencios y compases, necesito mamar de tu inspiración como Rómulo y Remo
mamaron de la Loba del Capitolio. Tú me devuelves a mi amado. Quisiera morir
así, interpretando tu música. Pero no moriré. En cada compás que toco hay más
vida que nunca. Ahora pienso en madame Ravel. Sin ella hubiera sido imposible
mi carrera. Puedo recordarla en la Martinique. Su longevidad me sorprende. Qué
difícil les cuesta morir a algunos y qué deprisa se les va la vida a otros.
Quise acogerla en mi casa.
-
Siempre habrá un sitio para mí en la
Martinique.
-
Mi hogar es suyo, madame –yo le
contestaba-, pero no pude
convencerla.
Termino tu Fantasía y
todos se me acercan. Esmeralda está sentada en un rincón con un pañuelo en las
manos y los ojos enrojecidos. Yo hago como que no la veo.
Mis compañeros de jurado me reciben con
honores. Todos se creen que he aceptado a venir por ellos, por el concurso.
Nadie sabe, excepto mi vieja y gran amiga, la razón de mi vuelta. Que he venido
por ti, Mozart, para hacer las paces contigo y con el mundo.
♪ ♪ ♪ ♪ ♪ ♪ ♪ ♪ ♪ ♪ ♪ ♪ ♪
Querida madame Ravel. Mi
queridísima madame: Le escribo esta carta con la certeza de que alguien se la
leerá ya que su cansada vista no está para hacer esfuerzos de lectura.
Todavía no
puedo comprender que no haya querido instalarse en mi casa de Madrid y así
pasar juntas los últimos años de nuestra vida. Siempre he respetado sus
decisiones y ahora no va a ser menos porque, además, me consta que La Martinique
es su verdadero hogar.
No creo que
sea necesario decirle lo que usted ha significado para mí y no solo en los años
de mi preparación y actividad musical, sino también en mi exilio voluntario.
No quisiera
que esta carta le entristezca, pues es una carta de esperanza. Quiero
comunicarle mi visita. Voy a ir a verla, pero no como otras veces, esta vez voy
a ir a La Martinique a dar un concierto en su honor. Quiero así acceder al
favor que un día me pidiera y que yo no pude complacerla. Todo tiene su momento.
Acabo de
regresar de Austria. He formado parte del Jurado en el “Certamen Musical
Mozart”. No se puede imaginar lo que he disfrutado escuchando tocar a los
aspirantes del concurso. Cada día hay más y mejores intérpretes, lo que lamento
es que cada vez haya menos y buenos preparadores. ¡Ay! Si usted pudiera coger
bajo su protección a un joven polaco, ¡lo que haría de él!.
Los primeros
días estuvimos escuchando, uno por uno, el programa obligado, el voluntario y
las improvisaciones. Me consterna haber dejado el primer premio desierto, pero
en conciencia, como usted hiciera entonces, no pude aplaudir. No sienten a
Mozart. Son buenos, no cabe duda, sobre todo el joven polaco que se llevó el
segundo premio, y seguro que llegarán a triunfar con otros compositores pero
Mozart es otra cosa. Tengo la certeza de que usted hubiera opinado lo mismo que
yo. Tuve que luchar para hacer prevalecer mi criterio pero al final se rindieron
a la evidencia. Alguien dijo: “Después de tocar usted a su querido Mozart, no
sé a quién vamos a otorgar el primer premio”. Fue el único que apoyó mi postura
desde el principio. Dios sabe que a estas alturas de mis canas, no fue vanidad
lo que me movió a votar así, sino la ausencia total del compositor en el
sentimiento de los intérpretes. Mi gran lucha ¿se acuerda? Creo que hicieron
mal en llamarme porque desde que nació el certamen es la primera vez que este
premio queda desierto.
No voy a
decirle el programa que tengo preparado para su concierto. Deseo que sea una
sorpresa. Lo que sí quiero comentarle es que en este viaje a Toulouse me
acompañará ni nieta Marion y que tocaremos algo a cuatro manos. Hasta pronto, madame.
Marion
♥In
memory of my mother ♥
Registro Provincial de la Propiedad Intelectual de Madrid; nº 11267; 20/05/93
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